Cuando perdía felicitaba falsamente a mis rivales

Cuando perdía felicitaba falsamente a mis rivales

El deporte profesional es una fábrica de bestias competitivas. Yo en mi etapa como futbolista no fui diferente a los demás. Apretar los dientes era la única opción para ponerle las cosas difíciles a los contrarios.

Durante los partidos, a diferencia que fuera del campo, la furia corría por mis venas. Ganar, ganar y ganar. Además quería hacerlo jugando de cine. La intención la tenía por defecto, aunque siempre no era posible brillar, el rival no regala nada. Por eso valoré cada victoria desde que salí de juveniles.

Durante toda mi carrera afronté cada partido como el más difícil del mundo, y sin querer sonar prepotente, no creí que ningún defensa fuese superior a mí. Siempre mantuve la confianza y me autoconvencí de creer que eran ellos quienes tenían razones temerme.

Cuando ganaba no lo celebraba como se merecía, cumplía con mi trabajo. La alegría de las victorias se diluyen en la preparación del siguiente partido.

El ambiente que se respira en un vestuario después de una victoria, es una de las mejores sensaciones que se pueden sentir a nivel colectivo. Normalmente no es euforia, es algo más estable.

Lo más parecido a lo que se siente en un vestuario tras una victoria es sonreír solo.

Eso sí, después de felicitar a mis compañeros, me felicitaba a mí. Tampoco era euforia; el deportista siempre está analizando sus errores personales, a veces, llegando a torturarse por una jugada en particular.

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Sin embargo, cuando perdía, mi rostro no se endurecía en exceso al finalizar el partido. Estrechaba la mano a los rivales con buena cara (aunque estuviera destrozado por dentro), «felicidades, buen partido». Tampoco entraba al vestuario dando patadas a las botellas ni gritando como un loco. Siempre he detestado es actitud. Parece que todos tienen la culpa menos el descerebrado de turno. Malos actores.

En realidad todo era falso. La sobreactuación del enfadado y mi felicitación al rival. Cierto es que reconocía la derrota como merecida, pero en realidad no me estaba dirigiendo a ellos. Cada vez que le decía a un rival «Felicidades, habéis jugado muy bien», era un reproche hacia a mí mismo: «Podías haberlo hecho mejor, ahora te jodes».

Entrenar el lunes con ganas era mi única medicina.

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