En los días de lluvia noto siempre muchas ausencias de jugadores. Y por una parte, lo entiendo perfectamente. Como padre, sé lo incómodo que es tener a los hijos enfermos durante días. Aunque no sea algo grave, una tos persistente o una bronquitis altera mucho el descanso y los planes familiares, además de impedirles ir a la escuela. Mi hijo ha sido uno de esos niños que durante sus primeros años sufrió bronquitis frecuentemente; ahora tiene diez años, pero hasta los seis o siete años lo pasó bastante mal.
Sin embargo, mi actitud siempre ha sido exponerlo más que protegerlo demasiado. Si no llovía mucho, él ha entrenado, incluso aunque fuese el único niño en el campo, y lo ha disfrutado. Creo sinceramente que eso ha sido positivo para su desarrollo, pese a que el médico nos dijo que tenía alergia a la humedad.
A veces pienso que quizás otros padres protejan en exceso a sus hijos, o que tal vez sea cuestión de comodidad, tanto de los niños como de los propios padres. Muchas de las veces que hemos suspendido los entrenamientos, la lluvia no era fuerte y pienso que esas ocasiones son excelentes oportunidades para disfrutar y aprender jugando al fútbol. Cualquiera que haya jugado alguna vez sabe que con el césped húmedo todo se disfruta mucho más.
Pero, aun así, entiendo también a los padres que, en días de lluvia, prefieren no arriesgarse a traer a los niños al entrenamiento. Cada uno tiene sus motivos y es respetable.
Sobre este tema, precisamente, hablo más extensamente en mi libro «La cara amable del fútbol», donde dedico un capítulo a jugar bajo la lluvia.
