Cuando en el año 2001 fiché por el Southampton tuve que buscar una serie lugares habituales para cubrir mis ratos de ocio. Las discotecas las fui descubriendo gracias a los compañeros, el centro comercial era inevitable, pero los restaurantes me costaban. Para eso soy bastante rata. A pesar de tener un presupuesto holgado, no me aventuraba a entrar en cualquier lugar; la mala fama de la comida inglesa había calado en mí incluso antes de pisar el Reino Unido. Fueron muchas las personas las que me alertaron de que «allí se come fatal, llévate jamón». Yo por aquel entonces no eran un aficionado al jamón, pero cuando sales de tu país te vuelves el más patriota del mundo.
Al primer restaurante que fui era español, Los Marinos. La comida tenía de España lo que la japonesa que comemos en aquí de Japón. Se podría decir que era comida inspirada en la española. Los dueños y trabajadores eran españoles, pero de esos que no quieren saber nada de España porque llevan más de media vida diciendo que, como mucho, eran de Gibraltar, solo la utilizaban para darse un toque de diferencia en lo que al negocio se refería. Pero eran buena gente, incluso alguna vez me vendieron unos benjamines pasadas las once de la noche para llevarme a casa. Al principio iba una vez a la semana para hablar en español con alguien, pero enseguida me di cuenta de que ellos tenían bastante con su jornada laboral y no estaban para darle bola a un suplente del cual nunca habían escuchado nada en España, podría ser un impostor. ¿Negro español? Raro raro.
Gracias a un compañero de equipo fui adoptado por un par de ingleses, muy buena gente: Aaron y Martin. Aaron era un mulato tan empanado que en España mis amigos hubieran dicho que «este tío se cree blanco». Podía pasar de la parálisis facial a la ironía extrema en un parpadeo (literal). Martin era un viejoven con una alegría contagiosa y una pasión por el baile desmesurada. Verle bailar era como ver al revisor del metro bailando reguetón con el uniforme puesto. Ellos fueron quienes me enseñaron algunos restaurantes de la ciudad, cada uno se pagaba lo suyo a pesar de que más de una vez quise invitarles, para compensarles les conseguía entradas para el partido -cualquier persona era capaz de dejar sus planes de lado para ir al estadio-.
Al principio no me fijaba , pero me fui dando cuenta de que siempre pedían pan con ajo para acompañar las comidas. Yo no entendía que hicieran eso teniendo en cuenta que, con lo que costaba una ración de pan con ajo (a veces queso también), podías comerte casi un menú en España. Luego no se lo acababan todo; cuando llegaba el plato principal, el pan de ajo era historia. Pero no eran los únicos que hacían eso; mi compañero Agustín Delgado, no aprendía inglés, pero a pedir garlic bread no le costó mucho. Llegó un momento que lo pedíamos como quien pide un poco de pan en un Bar Manolo.
Otra de las cosas que me llamó la atención fue que la opción número uno -para todo el mundo- eran los restaurantes italianos. Nosotros íbamos a uno que había en el complejo de ocio nocturno más popular de la ciudad, el Leisure World. Al principio creía que íbamos allí porque estaba junto a las discotecas y bares musicales, pero no, íbamos porque les encantaba esa comida italiana. Para mí era un auténtico lío tener que pedir en inglés una carta en italiano: fetuccinis, pommodoros, rigolezzas, mantovanis… No tenía ni idea de lo que era nada, pero había tanta gente a la que servir que no quería molestar a los camareros de la ONU (cada uno era de un país distinto) para que me lo explicaran, pero tampoco podía limitarme a pedir espaguetis, macarrones o pizza, porque si pedía pizza me veía obligado a comprar pollo al salir de la discoteca para ni repetir. El pollo de los hindús era tan sabroso como bombástico; mejor las hamburguesas. Hablando de pollo, las alitas eran un clásico de los restaurantes italianos.
Durante un tiempo le cogí manía al puto pan de ajo, ¿acaso no podían comer pan normal? Me recordaban a esa gente que va al McDonald’s y pide patatas, alitas, Mac Nuggets y la hamburguesa. Se lo comen todo dejando para el final el plato principal: la hamburguesa. ¿Qué gracia tiene comérsela con el estomago casi lleno? Pues en Southampton se repetía pan de ajo mientras esperaban el plato principal.
Luego me di cuenta que comían para beber en condiciones, porque, según Martin, el ajo ayudaba a digerir mejor el alcohol. Cierto es que nunca le vi especialmente perjudicado. Ay… yo solo era un principiante al lado de mis colegas ingleses. De no ser por el pan de ajo extra, aquella vez no me hubieran podido arrastrar a casa colgado de sus hombros.
Esta anécdota no está en mi libro Fútbol B, pero lo aprendido tiene relación.