En los dos años que llevo entrenando a niños, pocas veces he protestado a los árbitros. En fútbol 7, creo que lo he hecho solo un par de veces, y solo en situaciones muy claras. En fútbol 11, alguna vez más, pero siempre en forma de apreciaciones o preguntas: «¿Qué ha señalado?» «¿Por qué esta falta sí y la otra no?» Nunca con insultos ni un tono agresivo, y mucho menos enfrentándome al banquillo contrario. Esa actitud me parece inaceptable y completamente ajena a la razón por la que estoy en el campo.
Sin embargo, me he dado cuenta de algo: uno de mis objetivos era estar en el banquillo sin dirigirme al árbitro en absoluto, pero empiezo a sentir que, si nunca lo hago, el árbitro puede inclinar ciertas decisiones en nuestra contra sin darse cuenta. Y aquí es donde surge mi dilema moral: ¿debo hablar con el árbitro para intentar que sus decisiones sean más justas desde mi punto de vista, o debo mantenerme en silencio?
Porque, y esto es lo que más me inquieta, cuando un entrenador no dice nada pero el otro aprieta constantemente, el árbitro puede acabar tomando decisiones de manera menos neutral. Y ahí es cuando el que se calla parece el tonto.
