Las redes sociales ardían con Dembélé. Está vez no fue porque había marcado un gol antológico tras una carrera de 50 metros y un par de quiebros.
No. Esta vez ardían porque había fallado un par de ocasiones claras frente al portero del Liverpool.
Dembélé ingresó en el campo en el minuto 93. Le vi la cara; me acordé de mí hace 16 años jugando en el Hércules.
Ese año estaba cedido por el Southampton. Tenia 20 años. Jugábamos contra l’Hospitalet en Barcelona. Venía a jugar a mi ciudad y estaba ilusionado a pesar de ser suplente ese fin semana. Mi familia y mis amigos estarían viéndome.
Tras el descanso me dieron la orden de comenzar a calentar. El partido iba empate a cero. Buen resultado para mí porque aún podía entrar como suplente y salir como héroe.
Era un día soleado, estaba motivado porque si ganábamos tendríamos unos días libres y me quedaría en Barcelona.
Pero el partido avanzaba. Mi calentamiento cada vez era más intenso. Calentaba como si fuese el partido más importante de mi vida. Miraba al banquillo e vez en cuando para avisar al entrenador: «estoy listo».
Era invisible.
Cuando quedaban poco menos de 10 minutos dejé de calentar y me dediqué a estirar. Me sentía humillado, ignorado. Ya no quería entrar. ¿Para qué? Ya no tendría tiempo de hacer nada. Por mi cabeza solo había lugar para insultos al entrenador y preguntas para mí:
¿Para qué me han fichado? ¿Le he hecho algo? Va a jugar su p*** madre.
Quería llorar.
A escasos cinco minutos del final, el preparador físico me tocó la espalda cariñosamente y me dijo: «Jacinto, entras».
El sabía perfectamente que estaba enfadado, dolido. Me acompañó hasta el banquillo como si quisiera asegurarse de que no me autolesionara. Mis andares eran un cruce entre ciclado y niño enfadado.
Me despojé de la sudadera, me puse las espinilleras como si tuviera todo el tiempo del mundo.
Salí de delantero. Era la primera vez en ese equipo que ocupaba esa posición. Lo cual me dio a entender que me sacaba para perder tiempo. El partido seguía 0-0. Mis pulsaciones a mil, pero negativamente. Estaba bloqueado por el enfado -un amigo tuvo que dejar el FC Barcelona porque el entrenador le quiso sacar a dos minutos del final y él le contesto que iba a salir a jugar su p*** madre-, yo solo lo pensaba.
Entré al campo como aquel que va a una fiesta obligado por sus padres.
El ritmo de partido era alto, aunque parecía que ambos equipos dábamos por bueno el resultado. Yo me sentía un intruso después de haber pasado 40 minutos calentando.
Cuando de repente, un balón largo cayó a la espalda de la defensa. De haber estado atento me habría plantado solo delante del portero, pero reaccioné tarde, y cuando quise reaccionar, el portero se hizo con el balón.
Seguí blasfemando. Estaba seguro de que quedaban 30 segundos. Pero el partido no acababa nunca. De repente cayó otro balón a la espalda de la defensa pero… Fuera de juego. Me había quedado hablando solo en la jugada anterior y no me dio tiempo a volver.
Entonces me dije: «la próxima la meto y demuestro que es la última vez que juego los minutos de la basura». Respiré hondo, cerré los ojos un segundo. Focus. Ya estaba listo. Pero el árbitro pitó el final del partido.
Me desplomé mentalmente. Por fuera me mantuve erguido, serio. Saludé a un excompañero y entré en el vestuario. No levanté la cabeza mientras me cambiaba.
Ni me duché. Ni me despedí. Ni avisé de que me quedaba en mi casa en Barcelona (los demás volvían en autocar a Alicante). Solo quería salir de ahí. De haber sido un tipo violento habría montado un espectáculo en el vestuario, pero no, no soy así.
Me asomaba una lágrima. Me sentía humillado. Preferiría no haber jugado ni un segundo. Preferiría no haber estado convocado… Preferiría no haberme derrumbado antes de entrar para marcar el gol de la victoria.
Dembele, yo te entiendo.