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Cuatro victorias y una siesta reveladora

    Hoy hemos ganado el cuarto partido de la temporada. Sí, cuarto. No cuarto seguido, no cuarto de una gran remontada épica. Cuarto. A secas. Contra un equipo que, según la tabla, estaba por debajo de nosotros, pero que ya nos había ganado en su campo. Porque las matemáticas no juegan, y el fútbol tampoco entiende de lógica. A veces te ganan los que parecen más perdidos que tú, y eso, curiosamente, también es fútbol.

    Lo curioso es que el resultado, en teoría, no me importa. O eso creía yo. Lo que sí me importa —y mucho— es esa sensación de que el equipo empieza a moverse como un solo cuerpo, como si alguien por fin hubiera encontrado el botón de «sincronizar». Presionamos juntos, nos movimos bien, hubo ritmo. Y, aunque muchas veces no lo vea claro desde fuera, esta vez algo se notaba en el ambiente. Porque yo, por costumbre, miro donde no está el balón. Lo hago porque donde sí está, ya hay demasiado caos. El que la tiene bastante tiene con no pelearse con ella, como para encima venir yo con ideas tácticas.

    Pero hay algo curioso que me ha dejado este partido. No es la victoria, ni siquiera el fútbol. Es lo que vino después. A las siete de la tarde me tumbé en la cama a escuchar un podcast y, sin darme cuenta, me fui deshaciendo en el colchón como mantequilla olvidada al sol. Fue una desconexión de esas que no se anuncian pero que cuando llegan te salvan el día. He disfrutado tanto de ese silencio que ya estoy buscando cuencos tibetanos en Amazon, dispuesto a hacerlos sonar por toda la casa como si con eso pudiera extender esa paz como incienso invisible.

    Y ahí entendí algo: ganar no me importa, pero el cuerpo lo agradece. No con saltos de alegría ni brindis con champán barato, sino con descanso, con esa sensación de “hoy no me duele tanto la vida”. Ganar, cuando se hace bien, es como una siesta bien hecha: breve, reparadora y tan difícil de conseguir como barata de mantener.

    Así que no, no me importa ganar. Pero me gusta. No me obsesiona el resultado, pero cuando la forma acompaña, sienta especialmente bien. Como cuando la cama no solo es cama, sino refugio. Y el fútbol, por un ratito, no es guerra, sino tregua.

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