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Charcos, gritos y fútbol base

    macro photography of green grass field

    La mañana del domingo se despertó con una lluvia eterna y uniforme que hacía pensar en la suspensión de los partidos de los niños más pequeños. Aun así, salí de casa con la sospecha de que no habría fútbol. Por suerte, al llegar al campo la lluvia fue remitiendo, y a pesar de que el terreno de juego tenía charcos del tamaño del lago Michigan, los partidos seguían jugándose.

    Los niños estaban con sus padres, refugiándose en el bar mientras les asignaban un vestuario. Café con leche para todos.

    A pesar del cielo gris y las botas empapadas, se les notaba especialmente contentos. Hay personas que se sienten más tristes cuando llueve; sin embargo, ellos parecen más felices si es jugando a fútbol. Tal vez porque la lluvia les permite algo extraordinario: saltar en los charcos sin que nadie les regañe. En medio de un mundo lleno de normas, ese pequeño gesto se siente como un acto de libertad.

    Justo cuando estaban por comenzar su partido, a escasos metros, en el campo colindante, un entrenador gritaba a sus jugadores alevines con palabrotas y un tono que yo no querría para mi hijo. Entre ser estricto y ser malhablado hay varios escalones. Aquello no era exigencia, era agresividad. Parecía un dragón escupiendo fuego sobre los siete enanitos. Me giré hacia nuestro entrenador y le dije en voz baja:

    —Espero que nunca hables así a los niños.

    Ambos sabíamos que no era su estilo. Nuestro entrenador entiende el deporte desde otro lugar. Conoce el valor de una palabra bien dicha y el daño que puede hacer una mal dicha.

    En este último año me he estado formando en la prevención de los derechos infantiles en el deporte, de la mano de Gonzalo Silio, Delegado de Protección Infantil del Racing de Santander. Gracias a él he desarrollado una mirada más atenta hacia lo que viven los niños y niñas en el deporte —y también fuera de él—. Estamos dando demasiada libertad a ciertos formadores deportivos que olvidan que esos pequeños están bajo su responsabilidad. Y no me refiero solo a la táctica o a la disciplina, sino al lenguaje, a los gestos, al ejemplo que damos incluso cuando no lo sabemos.

    El fútbol base, como cualquier deporte infantil, debería ser un espacio seguro. Un lugar donde equivocarse no sea motivo de gritos, y donde el respeto importe más que el resultado. Necesitamos entrenadores que entiendan que su voz también educa; que sus palabras pueden construir… o herir.

    Aquel domingo de lluvia no fue un día cualquiera. Entre charcos, botas mojadas y una bronca innecesaria, volví a recordar por qué merece la pena proteger el juego. Porque en el fondo, eso es lo que es: un juego. Y los niños tienen todo el derecho a disfrutarlo sin miedo.

    En mi libro «La cara amable del fútbol» dedico un capítulo a jugar bajo le lluvia. Puedes comprarlo en papel por menos de 5€ en Amazon.

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