Ya llevaba más de un mes en Southampton y estaba contento con mi vida en UK cuando, ese 11 de septiembre de 2001, volvía en el Nissan de mi compañero y amigo, el argentino australiano Adrián Cáceres. Era un día soleado típico de Southampton. Mi coche aún estaba de camino en el barco, así que él hacía de chófer a la vez que de coach personal. Él era el único compañero con el que podía mantener un diálogo fluido sin beber alcohol. Con todos los demás me limitaba a asentir y a reír como un tonto. Por suerte, después de unas semanas esperando, comenzaba las clases de inglés. Ya lo estaba deseando, sin el inglés me sentía como una lancha con el motor encendido amarrada en el puerto. Necesitaba mejorar mi inglés a marchas forzadas para entender qué ocurría en el campo. Jugar se había convertido en un ejercicio esquizofrénico; oía voces por todos lados, y como no entendía nada, no sabía si me hablaban los rivales o los compañeros, lo único que me daba seguridad en situaciones comprometidas era no soltar el balón a lo Onésimo. Cosa que provocaba la antipatía de algunos de mis compañeros que no sabían que irse a otro país es algo más que ir a un pueblo plagado de ingleses borrachos.
Durante ese mes escaso tuve tiempo de conocer a Takis, un amigo de un ex compañero que tuve en el Espanyol cuando era infantil. Nos conocimos en la discoteca y desde entonces somos íntimos. Ese día le pedí que viene a casa a la hora de la clase de inglés para luego irnos a dar una vuelta.
Normalmente, Adrián y yo, escuchábamos hip hop en la radio del coche de camino a casa, pero ese día todo el mundo estaba pendiente de lo que estaba ocurriendo en Nueva York -en ese momento no sabíamos que un avión se había estrellado en las Torres Gemelas-. Yo le preguntaba a Adrián qué estaba pasando pero él, o no sabía, o no quería contestarme para prestar más atención. Me dijo que había gente tirándose de edificios. Era un momento de confusión. En todo el camino no hablamos demasiado. Me dejó en casa y me olvidé del tema.
A las 14h. llamó a la puerta la profesora de inglés. Pelo corto, unos treinta años y poco preocupada por la moda, como si quisiera no parecer atractiva. Se presentó en una mezcla de español y portugués que me hizo ver el cielo abierto: «!Me entiende!». Una vez presentados -ella y Takis también fueron presentados. Le pedí que dejará quedarse a mi amigo y aceptó inmediatamente-, me pidió si podía poner las noticias «please, just a second, gracias». Cuando encendí la tele no dejaban de repetir las imágenes de aviones impactando en las Torres Gemelas. Así pasamos una hora, temiendo por el comienzo de la tercera guerra mundial. El mundo se estaba desmoronando a pesar de ser un día soleado también en New York. «¿No te importa si hoy no hacemos clase?», me dijo. Era obvio que lo primero era atender a los comunicados de última hora de la BBC, ¿de qué me servía a mí aprender inglés mientras decenas de personas saltaban de rascacielos para salvar la vida? Preparé unos tés y nos sentamos en la moqueta a ver el fin del mundo en riguroso directo. Esa fue mi primera clase de inglés en Southampton con tan solo 19 años.
Esta historia no está en mi recién publicado libro Fútbol B, pero de estas historias originaron el libro.