Después de una larga sobremesa, un sábado tarde, llegamos a casa. Eran ya las seis de la tarde. Al descalzarse y tumbarse en el sofá, mi hijo me preguntó si podíamos ir a la plaza a jugar. Más bien, si él podía ir a jugar. Al principio le dije que no, pero al cabo de unos minutos cambié de idea. Le dije que sí, que se pusiera las zapatillas, que íbamos al parque y que lo acompañaba.
Cogió el balón y, al llegar, se encontró con más de una docena de niños. Cada uno con su balón, jugando al fútbol a su manera. Algunos chutaban a portería, otros se pasaban el balón sin mucho orden, otros simplemente corrían tras él. Poco a poco, se fueron organizando hasta formar dos equipos y montar un partido en un campo totalmente irregular. Asimétrico. Pero eso no importaba.
Es ahí donde realmente disfrutan. Ahí es donde prueban todos los trucos que imaginan, que sueñan, que ven en YouTube. Muchos padres piensan que con el entrenamiento y el partido del equipo federado es suficiente, que la necesidad de juego queda satisfecha. Pero el verdadero juego nace en la plaza. En ese espacio sin normas, sin límites, sin acotaciones.