Con 26 años dejé el fútbol. No fue por una gran lesión ni por una oferta de otro mundo. Fue, curiosamente, porque por fin no me dolía nada.
Después del dolor, el silencio
Durante años conviví con molestias, incertidumbre, lesiones, cambios de ciudad y contratos temporales. Mi cuerpo siempre pedía tregua. Hasta que un día, dejó de hacerlo.
Sentí una calma extraña. Una estabilidad tan nueva que me asustó.
No sentía dolor. Y esa ausencia me hizo pensar que, tal vez, era el momento de parar.
Cuando el cuerpo no grita, el alma susurra
Podría haber seguido. Buscar otro equipo. Otra ciudad. Otra vida a medio construir. Pero por primera vez en años no necesitaba huir ni resistir. Me escuché. Y lo entendí.
Una forma diferente de retirarse
A veces no dejamos el fútbol porque no aguantamos más el sufrimiento, sino porque, de repente, dejamos de sufrir. Y esa paz —para un futbolista— también puede ser una señal.
No siempre nos vamos rotos. A veces, nos vamos completos.
