No merecía subir en un Ferrari

No merecía subir en un Ferrari

Apenas llevaba un mes en Southampton y mi coche no había llegado todavía de Barcelona, andaba en medio del mar en una travesía que se me hizo eterna. Hasta la fecha iba a entrenar con un compañero australiano-argentino, Adrián. El llevaba ya en el club un par de años, muy buen jugador, pero no estaba tan bien considerado como se merecía. Ese día después del entrenamiento con el primer equipo, le dijeron que se quedase a entrenar con los reservas. Como yo no tenía coche, decidí esperarle para irnos juntos -ahí no había ningún autobús cerca ni estación de tren que me llevará hasta mi casa; y a la hora de coger taxi soy bastante perro cuando hay que abonar más de 20 €. Tiene que ser muy urgente la cosa para que yo me suba a un taxi-. Así que me esperé en la valla del campo principal sin hacer nada porque los móviles no eran como los de ahora. Era un desahuciado de mi entorno barcelonés.

Por delante de mí iban desfilando los compañeros que ya se iban hacia sus casas. A mi amigo Adrián todavía le quedaba un rato para empezar el entreno con los jóvenes de la reserva. Lo vi en su mirada, le sabía mal hacerme esperar. Así que sin preguntarme nada, se acercó a uno de los pesos pesados y le pregunto si me podía llevar ya que vivíamos en el mismo complejo de apartamentos. Este compañero era Kevin Davies. Un tipo curtido en la Premier League pero todavía era joven, no estaba en su mejor momento emocional ni futbolístico, pero la gente le estimaba mucho. Debía ser porque siempre tenía una sonrisa exterior.

Apenas habíamos intercambiado palabras desde que llegué -en realidad sólo había intercambiado palabras con aquellos que chapurreaban alguna palabra en español-, pero para mi sorpresa aceptó con esa sonrisa sincera que le vestía. En principio dije que sí, pero cuando estábamos a punto de iniciar el camino hacia el coche, me inventé que prefería esperar a mi amigo Adrián porque luego teníamos que hacer cosas.

Evidentemente era mentira, Lo que pasa es que no soportaba la idea de ir de copiloto durante 20 minutos con un tipo sin poder intercambiar ninguna palabra. Estaba harto de sonreír sin entender nada. Supongo que no hubiera habido ningún problema porque las personas, de una manera u otra, nos acabamos comunicando. Pero yo tenía 19 años y no tenía ganas de pasar por ese trago. Además, recordé que Kevin Davies tenía un Ferrari, y eso me impresionó. No había jugado ni un partido oficial y subirme a un Ferrari me parecía demasiado exagerado, demasiado premio para un jugador del equipo reserva que solo deseaba que llegase su Chrysler Neón 1.6, un ratón en un parking de elefantes.

Debí subir a ese maldito coche.

Esta anécdota no está en mi libro «Fútbol B» en Amazon.

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